Si estás leyendo esta Siesta desde el correo, puede que se corte en algún momento porque me he pasado con las fotos. Se me ha hecho imposible descartar ninguna más porque sé que voy a volver aquí muchas veces para recordar aquellos días, así que te animo a leer esta carta en la web/app (si pinchas en el título te lleva directamente) para ver todo sin problema 💌
Si esto fuera una carta de amor a Nueva York, supongo que escribiría sobre las primeras veces: en el instante que pisas esa ciudad sientes que estás volviendo a hacer, a ver, a probar todo por primera vez. El momento de sentir tierra firme después de un vuelo de ocho horas, los trayectos en metro, la altura de los edificios, atravesar cualquier andamio, el ruido constante de bocinas y sirenas, comer, comer todo lo posible y más. Allí, cualquier cosa de lo más mundana cobra un nuevo significado. Todo —los andamios, el ruido, las luces, el transporte, el frío— es distinto en Nueva York, todo es a lo bestia, quizá descontrolado, claramente caótico. Quise imaginarme viviendo allí y solo de pensarlo me volví loca, aunque no se me ocurre mejor razón para firmar un pacto con la locura que esta y eso es algo que escribiría si esto fuera una carta de amor a Nueva York.
Si lo fuera, agradecería a nuestros yo del pasado por haber decidido hacer este viaje en plena Navidad. Estoy segura de que esta ciudad guarda secretos y sorpresas en cualquier rincón y estación del año, pero es que a mí me plantas un carrito de chocolate caliente en mitad de una avenida eterna rodeada de edificios eternos con Jingle Bells sonando a todo trapo y te sigo a ojos cerrados. Los árboles llenos de luces, pistas de hielo por doquier, la decoración de los grandes almacenes, Solo en casa II en la tele del hotel, los mercados navideños, Santa conquistando la ciudad. La magia se multiplica.






Si escribiera sobre lo especial que es Nueva York en Navidad, tendría que escribir también e inevitablemente sobre el frío, porque hasta el frío de diciembre allí es a lo bestia. El día que llegamos, después de pasar tres horas en el control de pasaportes —único motivo de desamor hacia esta ciudad—, fuimos directos al McDonald’s que nos pillaba más cerca del hotel. Si cierro los ojos y me meto de lleno en el papel que juego en mis recuerdos, soy capaz de sentir de nuevo aquel frío abrasándome los muslos durante los ocho minutos que tardamos en llegar. A la mañana siguiente, descubrimos que en Nueva York, cuanto más frío, más claro es el día, así que tener que protegernos con tres capas de ropa nos pareció un buen precio a pagar a cambio de poder patear Manhattan sin paraguas y con un sol que fue un regalo durante prácticamente toda la semana.
Nevó. Nevó mientras dormíamos y, de regalo, la ciudad de los rascacielos amaneció blanca el 24 de diciembre. Ya nos avisó Ángel, nuestro guía del tour de contrastes, justo el día anterior: “Desde que vivo aquí, he cruzado el puente de Brooklyn nevado dos 24 de diciembre y parece que este va a ser el tercero”. La nieve que cayó durante la noche aguantó durante ese día y alguno más, así que vivimos nuestra particular blanca Navidad y yo sentí que tenía una suerte increíble de estar allí y poder ver toda esa magia con mis propios ojos.




En mi carta de amor a Nueva York, dedicaría un párrafo entero a mi niña interior, que no quiso perderse ni un solo segundo de aquellos días. Déjate ser —escribiría—, sueña a lo grande. Graba a fuego en la retina esta imagen y guarda para siempre en el corazón, en la tripa, donde sea que lo sientas este momento. La vida es chulísima y jodidísima a partes iguales, así que vamos simplemente a ser en este instante porque necesito recordarlo para siempre.
Si escribiera esa carta y supiera que alguien la va a leer, le dejaría el mismo mensaje: “Si alguna vez vas a Nueva York, abre bien los ojos. Querrás fotografiar cada paso que das porque cada paso que des será diferente, algo asombroso te espera a la vuelta de cada esquina. Mira más allá. Si algo llama tu atención, si algo te parece increíblemente bello o inusual míralo durante cinco segundos antes de sacar el móvil o la cámara. Así, además de la foto, tendrás el recuerdo de lo que sentiste en ese preciso instante”.
Escribiría, además, que Nueva York es una ciudad que se vive en la calle y se disfruta desde el aire. Visitar Nueva York es hacerlo desde arriba y desde abajo, por los cuatro costados. Allí no cabe el miedo, es una ciudad infinita que apenas deja espacio al vértigo.



Terminaría esa supuesta carta diciendo que nosotros fuimos muy felices aquella semana, pero nuestros estómagos lo fueron más. ¿He dicho ya que todo en Nueva York es a lo bestia?









Salivo recordando las burgers de 7th Street Burger, los mac&cheese que comimos en The Smith antes de subir al Empire, el crep de nutella y el chocolate caliente del mercado navideño de Bryant Park, el desayuno de Nochebuena que nos pegamos en Bubby's, el pudding de plátano de Magnolia Bakery, las pizzas de Mama’s TOO!, los platos tan americanos y gigantescos que disfrutamos en Jacob’s Pickles, la cena de de Nochebuena en One Dine o las cookies de Levain Bakery con las que soñaré el resto de mi vida.
Si esto fuera una carta de amor a Nueva York, escribiría sobre todas estas cosas. La mayoría las tengo documentadas en fotos para volver allí cuando lo necesite. Sin embargo, hay momentos, sensaciones, guiños que, como pasa con los recuerdos más especiales, no se pueden capturar. Son la razón principal por la que esta ha sido, igual que lo fue la anterior y lo será la siguiente, mi aventura favorita de todos los tiempos.
Hablo de la felicidad que sentí de camino a aquel McDonlad’s la primera noche, de tu risa templándome el pecho a pesar de sentir las piernas ardiendo por culpa del frío. Hablo también de todas esas veces en las que la euforia me recorrió el cuerpo, no solo por estar en Nueva York, sino por estar en Nueva York contigo. Fue en aquellas escaleras en Liberty Island, justo detrás de la estatua, aguantando un frío del demonio pero también disfrutando de un sol que daba gusto, cuando confirmé lo que ya sabía: no me gustaría estar aquí con nadie más.


Lo sentí en el piso 86 del Empire State, también mientras cruzábamos el Puente de Brooklyn, cenando en Nochebuena en aquel sitio espectacular y al ver tu cara cuando el helicóptero empezó a elevarse. Pero sobre todo lo sentí cada mañana al despertarme y cada noche al volver al hotel, en el metro, cenando en cualquier irish pub —la frase “que no se pierdan las buenas costumbres” la inventamos nosotros—, cruzando aquellas calles infinitas, comiendo en un McDonald’s el día de Navidad, comprando piña y batido de chocolate en el super o en aquel banco al sol en mitad de Greenwich Village.
Descubrí que no hay nada que me guste más que seguir creando costumbres contigo, incluso en la otra punta del mundo. La sensación de estar en casa aunque estemos realmente a miles de kilómetros de ella. Seguridad, calma y tranquilidad.



Supongo que esto, para sorpresa de nadie, sí era una carta de amor.
Doble carta de amor !!! Yo también he experimentado esa sensación visitando algunas ciudades especiales de mi vida con Isabel, especialmente París y Madrid. No tuvimos la suerte de pasear juntos por NY. Felicitaciones por tu viaje, Lady Writer.
Este año voy a Nueva York y me encantó imaginarme ahí a través de tu relato.
Saludos!