El viernes es dentro de tres días, el puente de diciembre dentro de dos semanas y un meme me recuerda que quedan solo cinco lunes para Navidad. Tengo el calendario del móvil repleto de puntitos de colores que enumeran planes, celebraciones y cosas que hacer de aquí a enero y una cuenta atrás, justo encima de ese mismo calendario, me avisa de que quedan 32 días para el viaje de mi vida*. Me gusta. Me gusta saber qué viene después y lo espero con ganas, con anhelo, a veces con ciertas expectativas. No puedo —y creo que tampoco quiero— evitarlo.
Leo en algún sitio: “Vivimos esperando que pasen cosas y lo único que pasa mientras es la vida”, y pienso: “¿La vida no es esto en realidad? Trabajar toda la semana deseando que llegue el viernes para poder descalzarme, poner los pies encima de la mesa y despreocuparme de todo en el momento exacto en el que descorcho una botella de vino; esforzarme día tras día, dar mi cien por cien, no solo para sentirme satisfecha, sino para vivir la vida que quiero vivir y poder escaparme cuando quiera a respirar hondo frente al mar; construir una rutina en la que poder regodearme en esa comodidad y tranquilidad para después querer salir de mi burbuja, conocer lugares nuevos y sentir que estoy viviendo una auténtica aventura”.
La vida en sí misma es una aventura, así que veo difícil, incluso descarado, no esperar que pase, no quererlo, no desearlo. Por eso, vivo esperando que pasen cosas mientras disfruto viviendo otras tantas, porque puede que sueñe con el viernes cuando el lunes no ha amanecido todavía, pero hasta entonces también disfruto escribiendo estas líneas, me deleito con el chocolatito de después de cenar, escucho podcasts de camino al trabajo que me sacan alguna que otra sonrisa al punto de la mañana —un hecho digno de remarcar por inusual—. Ya es sagrado el momento de lectura antes de dormir y pocas cosas me gustan más que toparme con una frase que me atraviesa por cruda, poética o sincera, a veces por todo a la vez. Justo ayer leí: “Pero un día vas a creer que el amor es eso: compartir un espacio haciendo cosas distintas” (Los nombres propios, de Marta Jiménez Serrano), y me encantó.
Puede también que esté tachando los días en el calendario de la puerta del frigorífico con más ímpetu de lo normal porque veo más y más cerca el momento de sentarme en una mesa del chiringuito de siempre a escuchar el mar, pero, mientras llega, me reconcilio con el horizonte montañoso, la niebla y el frío seco del norte. Dejo que el rayo de sol que se cuela entre tanta nube me caliente de arriba abajo este martes de noviembre, incluso cierro los ojos mientras siento cómo el calor traspasa la ropa y me templa los muslos, el pecho, las manos, también la nariz y entonces pienso que sí, también vivo esperando momentos como este.
Llevo (nada de ‘puede’, porque nada es más verdad que esto) meses esperando que llegue el que sé que será uno de los viajes más increíbles de mi vida. Las ganas, las expectativas, los nervios me asaltan cada vez que veo la cuenta atrás en el móvil, pero sé que una pequeña parte de mí sentirá pena cuando el contador llegue a 0 porque, en realidad, el viaje empezó cuando nos llegó la confirmación de compra de los billetes de avión. Disfruto buscando planes, guardándome recomendaciones que me saltan en TikTok, haciendo capturas a las interminables listas de cafeterías/ hamburgueserías/las mejores cookies que probarás jamás que veo en Instagram. Me pierdo en Google Maps marcando los puntos importantes, las vistas más espectaculares, cada rincón de la ciudad que quiero pisar**. Espero con ansia el momento de ver por primera vez las luces y sumergirme en el ruido de la ciudad que nunca duerme, pero lo que he disfrutado preparando este viaje no me lo quita nadie.
Supongo que, como casi siempre, todo se resume en abrazar el equilibrio.
*No exagero, llevo soñando con pasear por Nueva York demasiados años y me cuesta asimilar que es algo que va a pasar en tan solo un mes 🗽!!!
**Puede incluso que se me haya ido de las manos:
Pd: cualquier recomendación es bienvenida 🫶🏼
es mi sueño también ☺️